Matar al ciego, ahí cuando su silencio se parezca a su oscuridad, en el centro justo de la mezquindad. Matar al ciego, que por necio no abre los ojos por temor al polvo –dijo- que un día de carretera, cuando se hallaba en el medio de la tormenta con los pies al borde del despeñadero, la arena le sacudía los cabellos y le inquietaba el equilibrio.
Ese día que talló sus ojos y se llenaron de un algo que parecían lágrimas y lo negó. Tambaleándose de la mano de un miedo que se parecía a un tronco de árbol frágil. Tallaba insistentemente sus ojos con una mano, el cabello se sacudía con furia y cerró los ojos con fuerza atrapando entre ellos una hebra de cabello áspero que se encajaba en el centro de su pupila.
Sigue cerrando los ojos desde entonces, desde aquella vez, ese día en que confundió su camino después de su desazón amorosa, económica y emocional. Eso le parecía, eso inventó. Apareció una tormenta que él, sigue insistiendo, en verdad existió.
No fue así, ni la arena, ni el viento, ni el árbol, ni el despeñadero de que habla, fueron ciertos, Dice que una hebra de cabello lo dejó ciego, ni siquiera la hebra es real que el pobre ciego ha sido calvo casi toda su vida.
-¡Que maten al ciego!- gritaron los pies atornillados al bastón – imaginario también-. Que maten al ciego dijo una mujer casi murmurando, -estorba su necedad-.
Que el ciego no quiere abrir los ojos solo porque se recuerda su tormenta, que bien está decirlo, habría sido mejor que fuera verdad, entonces, hoy con certeza el ciego estaría viendo el mundo que no se ha terminado aun cuando parezca que está en ruinas.
L.Ruiz 2014