La historia de estas cosas


La gente que me conoce sabe que me gusta remodelar y arreglar cosas que ya no quieren y me las regalan “ya tu sabrás si la tiras después” –me dicen.

El de la imagen era un espacio donde una vez hubo jardín y un montón de florecitas. El árbol creció sin ton ni son, quererlo recortar terminaría con la sombra que en verano se convierte en un rincón muy fresco y, además, ahí viven pájaros que constantemente hacen sus nidos y cortarlo definitivamente, no era una opción.

Tampoco quiero un árbol de figurita cursi y recortadito de mucho mantenimiento. Un árbol resulta en un montón de hojas secas, unas bolitas que rebotan y cagadas de pájaros.  Bien, pues el jardín se secó porque fue un espacio para perros por muchos años hasta que solo quedó tierra y el árbol empezó a escupir sus raíces.

No necesito de pandemias mundiales para hacer cosas entretenidas; yo tengo mis propias pandemias y mis cuarentenas guardadas para cuando las necesito.

Este pedazo de tierra, como otros espacios de la casa, fue uno de esos momentos de ocio creativo. Muchas veces pensando qué poner y cómo evitar la tierra, el lodo en tiempo de lluvia y las hojas del árbol. No me gustan las cosas proyectadas con planos, presupuestos y diseños arquitectónicos modernos. Prefiero inventar.

Fui encontrando cosas olvidadas que me dieron ideas. Esta es la historia de las cosas que puedes ver:

La tela bajo el árbol. Es un rollo de una cosa que se usa para no sé qué y que no recuerdo para qué ni cuándo se compró, tenía años recargado en un rincón del cuarto de tiliches. Para sostener en el otro extremo, desbaraté el marco de una puerta descompuesta que ya no tenía malla ni carriles y los tramos largos son los postes y, por la división de en medio, puedo sacar las hojas que se acumulan sin caer al piso.  Todo está pegado y unido con mi herramienta favorita, la fantástica pistolita de silicón caliente.

Me gustó la sombra. Barrí muy bien y me senté a imaginar qué más podía hacer.

La banca. Betsy, una vecina bonita se cambió de casa y me preguntó si quería la banca del patio, un macetero de exterior y tres plantas. El fierro de la banquita se oxidó mientras el tiempo, la lluvia y la brisa del mar pasaron sobre ella, ahora, lijada y pintada toma su lugar bajo el árbol; el asiento era uno de lona que el sol de muchos veranos deshiló; ahora está forrada con dos bolsas de lona plástica puestas al revés y como es muy alta, la mitad de sus patas están enterradas.

Las sillas. De cuatro, ganaron el sorteo estas dos. Me las regaló Fabiola, una amiga a la que le gusta la carpintería. Eran los armazones, esqueletos de madera cruda. Las pinté de diferente color cada una y los asientos están cubiertos con la tela de blusas o vestidos que vivieron en la bolsa con etiqueta: “ya no quiero”

La mesa del centro. Una rueda de madera, como decenas de otras más que fueron parte de otro proyecto de ocio. Carretes reciclados que en otro tiempo se convirtieron en bancos, mesas, jardineras y revisteros que ahora tienen otras casas.  Quedó arrumbada una rueda que es la mesa del centro y está forrada con una bolsa de un super, me gustó por los colores y porque dice “amigos y familia”.

Los troncos. Hace muchos años, Celso, un vecino tuvo que cortar un árbol en su casa por problemas con las raíces en el drenaje. Los pedazos de tronco estaban en la calle, me quedé un rato pensando lo que podría hacer con ellos y me traje cinco. Ahí están desde entonces como maceteros.

Las piedras. Son de la playa cerca de casa, también, hace mucho hicimos un paseo para recogerlas. Había chiquitas que pinté como zapatitos o catarinas o cualquier otra ocurrencia. Ahí hay una piedra blanca de sal de Ciudad del Carmen, Campeche.

El tronco solitario.  En 2003 o 2004, en Morelia cortaron árboles infectados de la Avenida Ventura Puente y esa ‘rebanada de sandía’ viajó conmigo de regreso a Tijuana. La conservo porque guarda una plática que tuve con mi muy querida y recordada tía Rosa Martha (qepd)

El ‘macetero’ de la esquina y la mesa lateral, son partes de barricas de vino recicladas. La base de la mesa lateral es un tablero de ajedrez que no juego porque ni sé dónde están las piezas. 

Las plantas. Nunca he sido buena cuidadora de plantas ni jardines, la prueba, este espacio en el que escribo. Otra vecina, también, cambiándose de ciudad, nos ofreció a sus vecinas que escogiéramos las que quisiéramos. Yo pedí las de menos mantenimiento. Todas eran pequeñitas y crecieron en esta tierra debajo del árbol.

Las botellas. Sin saber qué hacer con ellas porque ya no hay lugares de reciclado de vidrio, se me ocurrió enterrarlas y quedaron ahí, a manera de cerca. No cercan nada, solo se ven diferentes.

Los tapetes. Esos sí se compraron, se pueden barrer muy fácil y eran necesarios para no llenar los zapatos de tierra. El tapete redondo. Mi amiga Gaby lo tenía guardado y cuando estrenamos el todavía intento de sala exterior, se le ocurrió que se vería bonito y me lo trajo. Sí, se ve bonito.

Los letreros. Me gustan mucho los letreros de colores con mensajes bonitos. Hice los tres:

El que está colgado en el árbol lo sostiene hilos a manera de “atrapa sueños”. La rueda fue lo primero rojo de los objetos en este lugar, era el armazón algo y los palitos de aluminio que suenan, son parte de un regalito que una linda cuñada –que ya no es mi cuñada y que sigue siendo linda–, me regaló cuando vino de visita hace mil años. Los dos en las piedras están sostenidos con barras de plástico, esos que se usan para sujetar hojas de papel.

Bases para las plantas en las piedras. Tres, son los troncos de aquel árbol que ya les conté. Otra es la canasta de mi bicicleta, nunca la usé porque me desequilibra el manubrio cuando paseo. Ahora es casa de una sábila y los otros dos, son unos soles de fierro que tenían las puertas de un mueble de madera que, Rocío, otra vecina.  Cuando se iba de la ciudad vino a pedirme que le ayudara a aventar el mueble por la terraza del segundo piso hacia la calle para que todo el mueble se rompiera porque ya no lo quería; en lugar de aventarlo, lo trajimos a la casa. Los adornos del mueble, los doblé y ahora son las mesas de esas plantas. Parte de ese mueble, es la cerquita a la entrada que pinté de azul.

Las tablitas de madera que están entre cada uno de los cuadros de cemento que hacen el caminito, son vistas que hace mucho se cayeron de un domo en otro cuarto de la casa.

La pintura. Celso, el del árbol, también se fue de la ciudad; él era más, mucho más ocioso creativo que yo y tenía muchísimas latas de pintura de todos colores, no podía llevarlas en su mudanza, o no quería, el caso es que hicimos viajes de su casa a la mía con todas las latas, brochas y rodillos. Es la pintura que utilicé para la banca y las sillas.

La lámpara. Es un rompecabezas de 300 piezas. Está pegado en una cartulina rosa neón y cosido con hilo; por dentro tiene dos palitos chinos: uno sostiene la extensión del foco y el otro los botones amarrados con hilos y que parece se salen del rompecabezas.

Dijeron que la sana distancia, el cubrebocas, quedarse en casa y estar en espacios abiertos es la mejor fórmula para evitar contagios.

Esta es la “sala distancia” en espacio abierto en donde se puede tomar una copita de vino por la noche, un cafecito dulce a media tarde. Leer y escribir a cualquier hora y recibir la luz del sol con un café bien cargado apenas empiece a amanecer.

Cupo para tres personas a la vez. Sana distancia, sana convivencia, sana amistad en tiempos de sano ocio creativo.

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