El hombre que pasó tres veces y la niña que aventaba piedras

No hay camino de regreso porque la calle es de un solo sentido, no dio vuelta porque no hay retornos ni calles aledañas y el señor pasó tres veces en la misma dirección, dos no lo vi regresar. Tres veces pasó con el mismo gesto y la mirada puesta en la pantalla de su celular, parecía gritar como si no lo escuchara quien estaba al otro lado de su pantalla. Lo vi la primera vez y lo seguí con la mirada mientras su vehículo avanzaba y por eso alcancé a ver que gritaba con ese gesto de vacilación y la mano izquierda que apretaba con fuerza el volante. Me pregunté si acaso el hombre estaba tratando de encontrar un lugar o quizá ya había perdido el rumbo. Con todo -pensé- en tres cuadras, llegará a la avenida, se orientará y llegará a su destino.

Al otro lado de la calle, debajo del puente, una niña aventaba piedras hacia las piedras. Recogía piedras, llenaba su mano con ellas y una a una, con la mano libre, las lanzaba a las piedras. No alcanzo desde aquí a ver porqué aventaba piedras, cada una acompañada de un gritito y una sonrisa. Recogía piedras y las lanzaba de nuevo cada vez más rápido y de acuerdo con su postura, con más precisión.

El señor pasaba la segunda vez y me interrumpió la intriga de la niña que aventaba piedras. El gesto un poco más acentuado hablándole a la pantalla de su celular, la velocidad del auto aún más lenta y la mano aun más apretada al volante. ¿Por dónde regresó en tan pocos minutos? Tenía una chamarra de cuero café, el cubrebocas en la frente y las ventanas del auto cerradas. Tendrá encendido el aire acondicionado -pensé- pues el calor es sofocante a esta hora y desde muy temprano.

La niña gritó debajo del puente, como si hubiera atinado al blanco. Cuando pase por ahí -pensé- me voy a fijar a qué le está lanzando piedras y porqué parece que está anotando puntos.

Yo seguía sentada en una jardinera sobre la acera esperando a que pasaran por mí. Buscaba en mi mochila la pluma y la libreta, no las traje hoy, olvidé guardarlas. Cuando llegue a la casa -pensé- voy a escribir esto del señor y la niña. En eso estaba cuando el señor pasó la tercera vez, igual, igual, una repetición y al mismo tiempo la niña lanzaba más y más piedras. El hombre en su auto gritaba y la niña bajo el puente también, una emocionada y el otro desesperado.

El hombre no podía haber regresado por la misma calle y tampoco por otras cercanas. Para bajar por esa calle, debió haber dado una vuelta que le tomaría al menos unos 20 minutos y entre cada vez que lo vi pasar, pasaron un par de minutos.

Llegaron por mí, me subí al auto y fijé mi atención en la niña bajo el puente. En ese momento no aventaba piedras, estaba parada de frente al cerro de piedras con su mirada hacia el muro. No había nada más que piedras y supongo, unas cuantas en el puño de su mano derecha.

Nunca sabré si el señor llegó finalmente a su destino o si volvió a pasar para que otra persona sentada en la jardinera se preguntara porqué regresaba tan rápido por la misma calle, con el mismo gesto, con la misma baja velocidad y con la mano izquierda firmemente aferrada al volante.

Nunca sabré a qué le lanzaba piedras la niña ni cuántos puntos anotó, quizá solo se estaba entrenando para su próximo partido de basquet ball.

Y esto pasa cuando me toca esperar menos de diez minutos a que pasen por mí.