Tu nombre, tus nombres…

“Quien se prepara para dar un gran salto, debe primero, retroceder”

Nietzsche.

         Lo que un apodo construye o destruye. Todo lo que hay alrededor de los sobrenombres con que los adultos bautizan a un niño, puede marcar para siempre el proceder inconsciente de la criatura como adolescente, dejar huella imborrable en el subconsciente de un joven y puede enaltecer o apagar una gran parte del adulto.

         Y esos pasos firmes hacia el pasado a través de los apodos y sobrenombres es la fase elegida para iniciar el retroceso a los enredos y los nudos en los que creció el ser humano que hoy escribe.

         Pluma en mano depositando tinta en las hojas de una libreta nueva. Como niño, tratando de armar el juguete que despedazó en una tarde de ocio. Cada pieza un nombre, muchos nombres, nombrecitos. Apodos de juego que lastimaban, de cariño que abrazaban, de burla que humillaban, de enojo que hacían llorar de rabia; nombres inventados para señalar un cariño especial, apodos genéricos para no equivocarse.

         Todos regados sobre la mesa y, encima de la libreta, cada sobrenombre quiere recordar su color, su olor, su forma, la compañía, su identidad. Los apodos olvidados, hacen llorar y el escribano aprieta la pluma conteniendo el dolor. Los recordados, aligeran la escritura y la pluma se desliza suavecito. Los odiados, detienen las letras y lanzan una mirada al vacío por donde se asoman los fantasmas que gritan y jalan los cabellos. Los cariñosos que devuelven la protección que se necesita para avanzar. Los apodos que son comunes se tornan significativos porque quien los dijo una vez, vuelve para murmuralo al oído que pasa por la emoción y sale triunfante por la pluma para plasmarse para siempre en la hoja blanca de la libreta nueva.  

         La obra en construcción de cada una progresa con cuidado, no la detengan

De época…

Me gustan mucho las películas de época. En un tiempo disfrutaba mucho cada escenario, la forma en la que recreaban los adornos, el vestuario, cada detalle en un set. El lenguaje, el acento, la manera de moverse y de dirigirse unos a otros. La rutina del vestido, las pelucas en los hombres y el montón de telas encimadas para hacer esos enormes atuendos que con trabajos los dejaban moverse en el siglo XVII y XVII, la elegancia en su set y los personajes. Solo que un día,

   un día de esos en que la curiosidad toma el lugar del ocio empecé a leer sobre la higiene de ese tiempo. Ahora veo una película de esas y no puedo dejar de pensar en los olores fétidos debajo y encima de tanta elegancia y me imaginé que, qué tal que un director de una de esas películas, pusiera también a los actores a revivir con todo la época. Que dejen de bañarse y asearse por seis meses al menos antes de rodar el filme. Que nadie use baños, ni regaderas ni se cepillen los dientes, ni se laven el cabello. Que avienten las ‘aguas’ por las ventanas y que se ensucien las calles del set con todos los deshechos humanos de la época, me gustaría ver cuántos de esos actores ganarían un Oscar por su ‘buena actuación’.

Tan simple como,

Me gusta el pan duro y la rebanada de pizza fría al día siguiente. Me gusta el frio intenso y caminar bajo la lluvia, me gusta también que el sol caliente tanto que me pique la piel; me gusta quedarme dentro de un automóvil que ha estado al rayo del sol.

No me gustan las galletas chiclosas o el pastel relleno de frutas. Me gusta el café muy caliente. No me gusta la comida hirviendo, prefiero quemarme antes de esperar a que se enfríe. No me gustan las flores y menos, que me las regalen.

Me gustan las cartas escritas a mano, tengo muchas guardadas y las saco de vez en cuando para ver la letra y escuchar a la persona que las escribió.

Me gusta hablar con desconocidos. No me gustan las fiestas. Tengo ansiedad social y me gusta porque me da permiso de irme de repente y sin despedirme.

No me gusta caminar despacito, me gusta dar pasos largos. Mi padrino Agustín, me decía, “la niña de los pasotes” y mi papá que, “haces mucho aire cuando pasas”.

Cuando tengo hambre no hablo. En las conversaciones, opino siempre y casi nunca debo, siempre me arrepiento, (debería vivir con hambre todo el tiempo) Me gusta contar cosas y ordenar todo.

Se me duerme la mano derecha. Siempre camino derecha y me siento con las piernas cruzadas arriba de la silla. Todas las torceduras, golpes y dolores pasan en el lado derecho de mi cuerpo, las cicatrices están en el izquierdo.

Camino mirando hacia arriba, al cielo, por eso nunca encuentro dinero en el suelo.

Me gusta la sonrisa que tengo cuando abro los ojos de madrugada. No me gusta dormir tarde, tampoco hago la siesta. Soy de madrugada, me da mucho sueño a medio día. No me gusta desayunar. Nunca desayuno. Me asustan las peleas, no me sé defender y lloro.

Me rio mucho de las cosas que pasan en la calle y lloro cuando a un niño le duele la cabeza. Tengo letra bonita, a veces. Me gusta la ortografía.

Con ojos de adulto, ya conocí a la niña y a la adolescente que fui. Ya conocí a siete yos, tres se fueron, me quedo con cuatro para cuando necesite y el espacio de las tres para cuando tengan que llegar las demás. Me gusta estar ocupada. Me gusta pensar. Apilo las piezas de un rompecabezas.

Cuando estoy muy triste, cuando estoy agobiada no lo cuento y quienes me conocen, no me dan permiso o no me creen, por eso platico con desconocidos cuando la tristeza se hace muy profunda. Nunca he necesitado de un psicólogo por decisión propia, fue decisión de los adultos hace muchos años, el psicólogo desistió de mí. Mi yo psicóloga ha sido muy dura conmigo, a veces cruel, la entiendo, soy necia; con todo, juntas hemos creado una filósofa.

Me gusta confrontar los problemas e insisto hasta que tengo respuestas y soluciones.

Sé ofrecer disculpas y pido perdón una vez.

Me gustan los helados de nuez. No me gustan las paletas de hielo porque tienen palito de madera y me da escalofríos. No recojo las hojas del árbol en el patio, se parece a un bosque no transitado y me gusta sentarme a escucharlo. Me gustan las ruinas, les invento una historia.

Me gusta comer gansitos sentada en un escalón mirando la calle, no todos saben cómo se comen los gansitos.

Quizá nunca sea la viejita que sale a la calle en bata a platicar con la vecina. Me gusta andar descalza y me gustan las pijamas. No me maquillo, no voy a que me corten el cabello, lo corto yo misma.

Me gustan mucho las cosas abandonadas, los lugares perdidos, las carreteras llenas de maleza y las ruinas que guardan historias que ninguno puede contar. Me gusta sentir el paso del tiempo en las rejas oxidadas y las puertas que dejaron de abrirse o se quedaron abiertas cuando alguien salió huyendo. El polvo que se levanta en la vereda de terracería y las hojas secas que truenan bajo los pies descalzos. Me gusta la llave y la aldaba. Las fotografías en color sepia y el olor de la resina. Leo libros que no están escritos.

Me gusta el pan duro y la rebanada de pizza al día siguiente. Me gusta la vida y a veces me aburre vivir tanto.

Amores Incompletos de Gilberto González Penilla

                No sé  cuál es el rigor literario para escribir una reseña de cine. Algunas que leo después de ver las obras me dicen, para bien o para mal, lo que ya vi con todo y finales. Menos sé dar estrellas o los detalles de la técnica de un largometraje. Me gusta ver las películas y que me lleven de la mano contando la historia de los personajes de los que a veces, uno mismo es protagonista o conoce a alguien que lo puede ser.

                Para Amores Incompletos, de Gilberto González Penilla, no quisiera ‘contar’ la historia que recorrí con ojos, alma, corazón y cerebro porque es necesario ver la trama y sentirla en persona, no con letras de otros. La recomiendo de platicarla y si me preguntan ¿de qué trata? Solo digo “de un señor que se queda viudo y que el funeral de la esposa no es un largo drama de gritos y desesperaciones. Lo demás, lo tienen que presenciar.

                Amores Incompletos me deja pensando eso sí. Pienso en la gente que se muere sin romper siquiera una nota acusatoria, una de amor y despedida. Pienso en lo que poseemos y que se queda a la vista de los vivos. Pienso en las historias internas que cada uno vivimos y que no son compartidas más que en un papel. Pienso en lo que somos de carne y hueso y lo que podremos ser cuando la tierra o el fuego nos convierta en polvo y cenizas. Pienso en lo santos o lo demonios en que nos convierten los vivos cuando ya no estamos para defender una palabra o agradecer los cumplidos. Pienso en ya no estar y que mis escritos de queden a la deriva y se malinterpreten las letras que nunca quise publicar. Pienso en lo que pudiera tirar, romper y quemar ahora mismo o bien, publicar lo que ni siquiera tiene sentido.

                La letra guardada, la palabra no dicha, el suceso importante que se volvió secreto. Los momentos de silencio que tuvieron guardadas muchas palabras. El transcurso de la vida como vida simple y rutinaria que empuja a guardar secretos, esos que son tan simples que no se pueden explicar. Como individuos, todos tenemos un algo que nadie sabe. Lagrimas en el rincón, desesperanza en los cajones, tristezas en el bolsillo del pantalón y una maleta bien grande de preguntas sin respuesta.

                De Amores Incompletos está llena de la vida de cada uno. El amor como motor y como detonante, no solo de y como pareja, el amor en todo y a todo. Cuánto de incompleto es un ser humano que necesita morirse para que lo completen lo que quedan vivos.

                Pienso que es mejor vivir el día a día armando el rompecabezas que somos para que al morir, no le dejemos a otros la tarea de armarnos con piezas rotas y tengan que  armarse a sí mismos con lo que encuentren en un cajón y en la ausencia tengan que aprender la lección.

¡Vayan a ver Amores Incompletos!

Me canso de ser feliz

            Un centro de asistencia telefónica, cajeros en el super, la recepción en oficinas y escuelas, hospitales y todo lo que tiene que ver con la atención al cliente. Aquellos que viven acatando órdenes para contestarle al público como una prioridad en sus jornadas laborales. Cualquiera de ellos, al final del día puede decir “me canso de ser feliz”. Sí, fingir cansa, agota, desgasta porque se tiene que tratar con personas a veces desconocidas que no tienen otra que hacer que exigir una respuesta que puedan entender, primero porque no leyeron las cláusulas, los avisos oportunos o las indicaciones. (no se incluye Volaris, esos son tramposos) los que llaman no entienden y cada uno con la exigencia de ser tratados como únicos, mejores e indispensables clientes. Cada persona que llama  exige, se altera, se confunde, se enoja y pelea con palabras que pierden sentido.

            “Me canso de ser feliz” dice quien cuelga en la última llamada del día, por más que intenta pierde la capacidad para ‘ser feliz’ y en cada llamada se va desintegrando hasta terminar una jornada desgastante y agotadora. ¿Qué felicidad les queda para llegar a casa? La de la sonrisa auténtica que aparece al sentirse en su hogar.

            Lidiar con gente con la que no convivimos, personas a las que no educamos, que no comen en nuestra mesa y no son amigos, es una hazaña garrafal. La sonrisa se finge a través del teléfono sobre todo cuando la llamada contiene preguntas que ya se contestaron cien veces antes, que tienen que ver con un aviso que se envió y que aparentemente “quieren confirmar para estar seguros”, la verdad es que no comprenden lo que leyeron, si acaso leyeron.

            La lectura de comprensión, ¡leer COMPRENDIENDO es el gran problema de tantos! y la comprensión es la base de la comunicación. A veces ni la voz y ni la letanía repetida es suficiente para quien simplemente no quiere entender porque no quieren razonar lo que escuchan.

            Leer entender, comprender, analizar, razonar y actuar. Esa es la línea de la comunicación. La gente que llama por teléfono quiere actuar sin hacer nada de lo anterior entonces

Todos dicen: -la gente no quiere leer con atención

Yo digo: -la gente no quiere leer con atención

Yo soy parte de la gente de la que los demás hablan, ustedes son parte de la gente de la que yo hablo entonces, ¿quién sí sabe leer?

Sí, todos nos cansamos de ser felices alguna vez … o muchas.

Caminar de esplada al futuro

Conocí las hazañas del atleta mexicano Lauro “El Cangrejo” Espinoza después de haber leído hace mucho tiempo las costumbres y vida de los Aymaras, nativos de un pueblo en la meseta andina de América del Sur que tienen la certeza (no la creencia) de que el futuro está a sus espaldas y no al frente como comúnmente se percibimos.

En forma figurada, los Aymaras caminan hacia atrás, con cuidado porque no pueden ver a dónde van (el futuro) y de frente a su pasado porque no dejan de verlo y no olvidan de dónde vienen. Viendo el pasado de frente, es sencillo advertir de los peligros o las fortunas a quienes están recorriendo ese mismo camino -también de espaldas- lo que conocemos como “dar consejos sobre la experiencia”

Para ellos el “salir adelante” no existe, su adelante es incierto y por eso van hacia el futuro con todo el cuidado posible. Entonces, el dicho que “lo pasado, pasado” o “deja ir el pasado” es inexacto, el pasado es la formación del ser humano, si se olvida, se corre el riesgo de volver a equivocarse y un éxito repetido no es igual. Ellos se formulan un “antes del antes” es decir, lo primero, lo demás no existe como no existe el futuro cierto para nadie.

Así Lauro Espinoza, camina, corre y baja escalones de espalda a su futuro -un récord mundial, otro triunfo) y de frente a su pasado -lo que va viendo que pasa ante sus ojos. Y corriendo hacia atrás o en reversa, El Cangrejo” ha ganado maratones, subido y bajado montes y montañas, bajado escaleras de los edificios más altos y busca imponer otro Record Guiness al bajar los 2,909 escalones de la torre Burj Khalifa en Dubai todo esto solo puede lograrlo con la ayuda del público que quiera apoyar.

Pasen a la página de la escritora Rayo Guzmán para que sepan más de él.

Sí escuchan

Salió rodando por debajo del refrigerador. Debió haber pasado ahí debajo mucho tiempo porque perdió su transparencia y no se distingue su color; con seguridad un movimiento telúrico fue el responsable de su salida. Tambaleándose aún, y con gesto extrañado sin saber en dónde estaba y sin manos, le era imposible tallarse los ojos para ver el mundito al que había salido y al no tener pies ni manos, todo ese tiempo dependió de un temblorcito mañanero para descubrirse.

Con la sorpresa de verse fuera se quedó inerte, no podía regresar al rincón, aunque hubiera querido y tampoco sabía si quería seguir afuera. Los tiempos aquellos en los que su transparencia brillaba con la luz del sol los había olvidado e hizo amistades con las pelusas que volaban de ida y vuelta y le contaban lo que habían visto en las travesías involuntarias. Para las pelusas de los rincones no hacen falta temblores, ellas vuelan con cualquier brisa o por culpa del vaivén de una escoba, algunas se marean en esos viajes y prefieren quedarse arrinconadas y es ahí donde se amigan con otras cosas.

No sé si sean realmente amigas las cosas de los rincones, o sí, (ya nos lo contó antes una muñeca fea) el pensamiento empolvado no le dejaba claro nada y seguía en parálisis esperando quién sabe qué lo único seguro era que las pelusas le tapaban los ojos.  De pronto, sintió que le tallaban los ojos, era el gigante de las afueras, ese del que las pelusas le habían hablado tanto, le pasó por encima unas gotas de agua y  y clic, clic, clicclicclicclicclicclic, se vio rodando de nuevo en dirección a la oscuridad del rincón atrás del refrigerador. No quería volver y le era imposible frenar su carrera porque, además de redonda, lo mojado le impedía detenerse. Rueda que rueda y el destino le marcaba la oscuridad inminente y las pelusas otra vez; en cada clic su angustia aumentaba y sintió que empezaban a rodar lágrimas encima de su redondo cuerpo. Seguía tratando de detenerse con tal desesperación que su color azul se tornaba negro. Clicclicclicliclcic ¡Deténgame gigantes! –gritó al tiempo que recordaba que las pelusas le habían contado que los gigantes no escuchan la voz de las cosas, insistió una vez más ¡Deténganme gigantes, lo he recordado todo! ¡soy tu agüita, la canica que ganaste en la última partida! Clic, cli…

El que sabe, sabe

En una tlapalería, una ferretería o una tienda de materiales el lenguaje de casi todos los clientes es más bien con señas detalladas, lenguaje corporal, lápices invisibles que escriben y dedos que dibujan en el aire.

Llegué a una tienda de estas a comprar una extensión para un tubo de lavamanos, antes de mi estaba otro cliente haciendo ademanes con un brazo en alto, la mirada fija en el techo y con la otra mano explicando el espesor de lo que pedía. Al mismo tiempo platicaba del trabajo que estaba haciendo y el encargado sin decir nada, fue a la trastienda y trajo unas pinzas y unas rondanas gruesas.

Mi turno, igual, ademanes con las manos, señales de tamaños y explicando porqué necesitaba ese tubo e igual que el otro cliente, le platiqué lo que sucedía con mi inconcluso trabajo de fontanería, el segundo en dos semanas que hacía en casa. Al hombre no le importaba si yo había hecho un buen trabajo con el primero, y de todas formas se lo conté. Igual, se fue a la trastienda y trajo un tubo blanco y me dijo que lo cortara al tamaño que necesitaba. Pagué y cuando iba saliendo, entró otro cliente. Hice como que veía la mercancía del estante solo porque quería escuchar cómo esta persona iba a escenificar su pedido:

Puso las manos sobre el mostrador: “Me da un monomando, una llave mezcladora, un sifón, dos contratuercas y una trampa corrugada”

Salí de la tienda y antes de cerrar la puerta dije en voz alta: El que sabe, sabe. Los demás dibujamos con los dedos en el aire, y con todo, el encargado siempre nos entiende.

De que me da, me da…

Nunca me ha gustado la proximidad de los extraños, aunque trato de evitar aglomeraciones para no rozar hombros y codos o escuchar cómo mastican un chicle. Es casi imposible, en el mundo y en el espacio de cada uno ya somos muchos; además, existen personas que tienen su espacio vital reducido a nada y buscan, como gemelo en gestación, estar pegados a otros. Por más que uno se aleja, ellos se acercan.

Hace unos días, en la plaza comercial pasé cerca de las largas filas de los bancos, la acera no alcanzaba para todos y quise bajar para caminar por la calle, el tránsito no me lo permitió y aceleré mi paso entre la gente. Un joven, celular en mano, hablaba fuerte y se expresaba con todo el cuerpo, cuando pasé junto a él me rozó el brazo con la esquina de la manga de su playera, apenas una esquinita de la manga y mi cerebro…digo “de que me da, me da” no puedo detener lo que crece en mi mente y con cada paso pregunto:

¿De dónde salió su playera? ¿De un cajón revuelto? ¿del canasto de la ropa sucia? ¿del piso de su recámara? ¿la descolgó del tendedero para ponérsela? ¿cómo se la puso? ¿se despeinó después de ponérsela? ¿es suya o de su hermano? ¿qué pensaba cuando decidió usar esa playera?

Me pasa cuando veo cabezas en el transporte público y empieza la cuerda. Si se lavaron el cabello, si la liga en la coleta aun tiene elástico, si los caballeros se pusieron brillantina. ¿con cuál shampoo se lavarán el cabello? Si se bañaron la noche anterior porque tienen el cabello aplastado o enmarañado, ¿de dónde vienen? ¿Cuánto tiempo llevan despiertos? ¿durmieron bien? ¿Qué van pensando? ¿a dónde van?

Y pasa cuando veo gente en sus autos, más de las veces me pregunto ¿Por qué no hay expresión en sus rostros? ¿cómo puede un ser humano andar por la vida sin expresar algo? ¿Será que hoy se rían? ¿Que canten?

Los seres humanos somos libros, algunos viven con el celofán que los protege, otros traen las páginas revueltas. Algunos van abiertos para que cualquiera los pueda leer, otros tienen portadas maltratadas y las hojas en blanco. Algunos tienen las páginas arrancadas, otros perdieron sus portadas y se sostienen en la contraportada.

Somos libros desperdigando hojas o escribiendo en ellas,  por eso pregunto tanto y como no tengo respuestas, les invento un nombre y a veces les escribo un cuento.

El hombre que pasó tres veces y la niña que aventaba piedras

No hay camino de regreso porque la calle es de un solo sentido, no dio vuelta porque no hay retornos ni calles aledañas y el señor pasó tres veces en la misma dirección, dos no lo vi regresar. Tres veces pasó con el mismo gesto y la mirada puesta en la pantalla de su celular, parecía gritar como si no lo escuchara quien estaba al otro lado de su pantalla. Lo vi la primera vez y lo seguí con la mirada mientras su vehículo avanzaba y por eso alcancé a ver que gritaba con ese gesto de vacilación y la mano izquierda que apretaba con fuerza el volante. Me pregunté si acaso el hombre estaba tratando de encontrar un lugar o quizá ya había perdido el rumbo. Con todo -pensé- en tres cuadras, llegará a la avenida, se orientará y llegará a su destino.

Al otro lado de la calle, debajo del puente, una niña aventaba piedras hacia las piedras. Recogía piedras, llenaba su mano con ellas y una a una, con la mano libre, las lanzaba a las piedras. No alcanzo desde aquí a ver porqué aventaba piedras, cada una acompañada de un gritito y una sonrisa. Recogía piedras y las lanzaba de nuevo cada vez más rápido y de acuerdo con su postura, con más precisión.

El señor pasaba la segunda vez y me interrumpió la intriga de la niña que aventaba piedras. El gesto un poco más acentuado hablándole a la pantalla de su celular, la velocidad del auto aún más lenta y la mano aun más apretada al volante. ¿Por dónde regresó en tan pocos minutos? Tenía una chamarra de cuero café, el cubrebocas en la frente y las ventanas del auto cerradas. Tendrá encendido el aire acondicionado -pensé- pues el calor es sofocante a esta hora y desde muy temprano.

La niña gritó debajo del puente, como si hubiera atinado al blanco. Cuando pase por ahí -pensé- me voy a fijar a qué le está lanzando piedras y porqué parece que está anotando puntos.

Yo seguía sentada en una jardinera sobre la acera esperando a que pasaran por mí. Buscaba en mi mochila la pluma y la libreta, no las traje hoy, olvidé guardarlas. Cuando llegue a la casa -pensé- voy a escribir esto del señor y la niña. En eso estaba cuando el señor pasó la tercera vez, igual, igual, una repetición y al mismo tiempo la niña lanzaba más y más piedras. El hombre en su auto gritaba y la niña bajo el puente también, una emocionada y el otro desesperado.

El hombre no podía haber regresado por la misma calle y tampoco por otras cercanas. Para bajar por esa calle, debió haber dado una vuelta que le tomaría al menos unos 20 minutos y entre cada vez que lo vi pasar, pasaron un par de minutos.

Llegaron por mí, me subí al auto y fijé mi atención en la niña bajo el puente. En ese momento no aventaba piedras, estaba parada de frente al cerro de piedras con su mirada hacia el muro. No había nada más que piedras y supongo, unas cuantas en el puño de su mano derecha.

Nunca sabré si el señor llegó finalmente a su destino o si volvió a pasar para que otra persona sentada en la jardinera se preguntara porqué regresaba tan rápido por la misma calle, con el mismo gesto, con la misma baja velocidad y con la mano izquierda firmemente aferrada al volante.

Nunca sabré a qué le lanzaba piedras la niña ni cuántos puntos anotó, quizá solo se estaba entrenando para su próximo partido de basquet ball.

Y esto pasa cuando me toca esperar menos de diez minutos a que pasen por mí.

AMARILLO

Muy temprano me asomé por todas las ventanas y puertas desconociendo el amanecer. “Amarillo” dije en voz alta.
Es un tiempo amarillo y el sol guiñe los ojos traspasando apenas la densa capa de humo. El día es una fotografía antigua, una opaca transparencia, un tiempo amarillo. De madrugada, la luz era diferente, amaneció despacito (no ha terminado de amanecer y son las tres de la tarde)
Dijo alguien en la radio que parecía escena de una película apocalíptica, yo digo que parece una foto vieja llena de modernidades y gente en movimiento.


El color también me recuerda las tormentas de arena en el desierto de Samalayuca que desaparecían la carretera. Las arenas que volaban formando cerros de un lado y de otro. Arenas vivas que se dejaban arrastrar por el viento del norte y uno debe esperar a que terminen de acomodarse en su lugar. Ese es un tiempo ámbar.

También lo dijo Facundo Cabral, en No soy de aquí ni soy de allá. «Me pongo el sol al hombro y el mundo es amarillo…»


Amarillo ámbar, entretelado me ha recordado un disco de Sasha Sokol “Tiempo Amarillo” que contiene las más bonitas canciones, voz y música de la cantante. “POP” que no incluyó en su disco y lanzó solo por video en internet, es un tiempo amarillo y enmascarada una sutil declaración. Así como el día hoy, sin decir lo dice todo.


El tiempo amarillo no es todos los días, la opacidad del día no transcurre sobre las manecillas de un reloj y las lentas oleadas de aire caliente murmuran palabras: “Tiempo lento y denso, silencioso y enigmático” me lo ha dicho el sol.

Y de pronto, hay días así…

No los llames héroes

No son invencibles, no son inmortales. Los héroes de grandes hazañas en la historia de la humanidad o en la literatura de ficción se dibujan como seres que nunca sufren, no se les acaban las fuerzas, no exigen no piden ayuda y aun con rostros ensangrentados siguen sonriendo, se borra pues, al humano de carne, huesos y vísceras. No son perfectos, asegurarlo es no permitirles la equivocación.

Hace cuatro meses convirtieron a los encargados de la salud en hospitales COVID en héroes, se alzaron banderas de vivas y porras por ellos, “porque son los héroes de la pandemia”

Se nos olvidó que son seres humanos, no son seres de ficción y sufren, sienten, lloran, se quieren rendir, se hunden en la tristeza, se acostumbran a marchas forzadas a un traje de capas y capas de protección escondiendo las manos que curan y la sonrisa que alienta a los enfermos. Los trabajadores de la salud están para devolverle la salud al convaleciente y tampoco son dioses, no pueden salvar a todos los enfermos.

En las trincheras de cada hospital, de cada piso de atención, de cada cuarto de cuidado, de cada estación de enfermería están ellos que, por vocación y convicción eligieron que su carrera de vida tuviera como meta y misión, la salud de los desconocidos de frente a la muerte.

No son héroes. Decirlo es obligarlos a que no sientan y mientras los sanos aplauden se olvidan del humano que vive dentro de un traje de astronauta en la tierra y por eso, les falta el aire en sus pulmones y sufren de calor inhumano respirando su propio aliento y absorbiendo su sudor.

Las condiciones en que trabajan empeoraban conforme la pandemia avanzaba y cuando se escucha que los casos van en descenso, se olvida otra vez, que el personal médico sigue en circunstancias de riesgo. Para ellos no hay descanso posible, un paciente o cien mantiene a todos en alerta dentro de sus trajes de protección laborando en cuartos “hechizos” en donde el aire es aún más denso y la poca refrigeración de los aparatos de aire acondicionado no es suficiente.

Los hospitales públicos tienen muchas fallas y no es historia nueva solo que la pandemia abrió la lata de gusanos y lo que se mantuvo privado, se vuelve público. Los secretarios de salud de todo el país niegan afirmando, es decir, mienten; disfrazan las carencias y nublan las exigencias del personal médico con frases como “estamos trabajando en eso” “lo tenemos que gestionar” “no hay presupuesto” “es falta de comunicación” “lo que denuncian no es verdad”

¿Cómo defender, apoyar y darle volumen a la voz de los médicos y enfermeros si desde afuera no se alcanza a ver lo que sucede en esos espacios restringidos? Creyendo en lo que dicen quienes viven ahí adentro, solo creyendo en el personal de blanco que vive la batalla día a día. Ellos son testigos únicos de las carencias, las fallas y la inhumanidad que viven.

El secretario de salud de Baja California, Alonso Óscar Pérez Rico ha dicho y desdicho con respuestas que ocultan verdades; en el caso de la falta de aires acondicionados que no existen en el área COVID del Hospital General de Tijuana dijo en su informe diario que: “No vamos a hacer una solución temporal como ponerle mini splits para que se descompongan en un par de meses” y en entrevista para el Semanario Zeta, dijo que: “verán la posibilidad de instalar mini splits de ser necesario” El caso es el mismo, decir no y decir que verán la posibilidad, resulta en la no solución al problema inmediato.

Lo del aire acondicionado en el HGT no solo es necesario, es una emergencia, es una prioridad y el personal de primera línea no puede esperar a que se reacondicione todo el hospital, ellos necesitan trabajar en las condiciones más amables posibles y las respuestas del secretario Pérez Rico son una grosería.

Esto pasa cuando los funcionarios no entran a los campos de batalla y todo lo ven desde un escritorio, bajo aparatos de refrigeración, vistiendo trajecitos y zapatitos y dando entrevistas de ficción.

La enorme plantilla de trabajadores de la salud NO son héroes, son humanos que padecen casi en secreto las inclemencias del tiempo y la falta de sensibilidad de sus directivos.

Y hoy, en el Día mundial de la asistencia humanitaria, funcionarios: tengan tantita humanidad.

Hospital General de Tijuana sin aire acondicionado ¡Auxilio!

¡Auxilio Tijuana en ola de calor!
¿Han sentido el calor estos días en Tijuana? Qué bien se siente tomar un regaderazo de agua helada y cambiarse la ropa cada vez que se siente húmeda por el sudor ¿verdad? Qué bien se siente entrar a una tienda bajo pretexto de comprar cualquier cosa solo para refrescarse un rato ¿verdad? ¡Las mascarillas hacen sudar la cara! Y qué fácil es alejarse de la gente para retirarla y limpiarse la cara ¿verdad? Qué sed tan tremenda causa cuando estamos a punto de deshidratarnos y fácilmente encontramos una jarra de agua helada para saciar la sed.
Hemos sentido la ola de calor en todos lados y hemos encontrado la forma de aliviar un poco. Quienes tienen aire acondicionado en sus oficinas o sus casas no saben de lo que hablo y qué bueno, se han salvado de tanto.
Es fácil y hay muchas formas de aliviar la sensación que provoca el calor.
Cuando tomas agua, te das una ducha helada, te cambias de ropa, te pones frente a un ventilador o debajo del aire de refrigeración, ¿se te ha ocurrido pensar en nuestros médicos y enfermeros dentro de un hospital sin aire acondicionado y dentro de un traje que les exprime hasta los sesos? No pensaríamos que lo pasan mal porque nunca imaginamos que pudieran estar laborando en un ambiente de intenso calor y sin aires acondicionados.
Nuestro personal médico (menos los jefes) en el Hospital General de Tijuana, viven sus extenuantes jornadas de trabajo sin poder tomar un trago de agua, ya no se diga fría, ¡sin tomar agua! Sin poder salirse de ese traje, sin poder arrancarse la mascarilla para respirar algo que no sea su aliento caliente y sin poder lavar sus rostros escurridos de sudor. ahogándose dentro de lo que significa protección y que los está deshidratando hasta puntos de peligro.
Los médicos y personal de enfermería han solicitado, exigido y demandado a todas las personas obligadas a resolver este peligroso problema y no han tenido respuesta. Todo es un “estamos trabajando en eso” y “ESO” parece no ser prioridad para los que viven bajo el congelador de sus oficinas mientras el personal sufre la inclemencia del tiempo y de los directivos que se pasean frescos por los pasillos hasta que les da calor y vuelven a su cueva fría.
AUTORIDADES, ¡tantita empatía! El personal del Hospital General está a cargo de un montón de enfermos y ellos están enfermando de desesperación.
Literalmente, “trabajando en la línea de fuego” aunado a COVID las altas en las que están obligados a trabajar.
Auxilio, piden las enfermeras y médicos mientras exprimen sus trajes de batalla y tratan de hidratar sus cerebros.
Esta vez, te pido por favor, ayúdalos y comparte.

La historia de estas cosas

La gente que me conoce sabe que me gusta remodelar y arreglar cosas que ya no quieren y me las regalan “ya tu sabrás si la tiras después” –me dicen.

El de la imagen era un espacio donde una vez hubo jardín y un montón de florecitas. El árbol creció sin ton ni son, quererlo recortar terminaría con la sombra que en verano se convierte en un rincón muy fresco y, además, ahí viven pájaros que constantemente hacen sus nidos y cortarlo definitivamente, no era una opción.

Tampoco quiero un árbol de figurita cursi y recortadito de mucho mantenimiento. Un árbol resulta en un montón de hojas secas, unas bolitas que rebotan y cagadas de pájaros.  Bien, pues el jardín se secó porque fue un espacio para perros por muchos años hasta que solo quedó tierra y el árbol empezó a escupir sus raíces.

No necesito de pandemias mundiales para hacer cosas entretenidas; yo tengo mis propias pandemias y mis cuarentenas guardadas para cuando las necesito.

Este pedazo de tierra, como otros espacios de la casa, fue uno de esos momentos de ocio creativo. Muchas veces pensando qué poner y cómo evitar la tierra, el lodo en tiempo de lluvia y las hojas del árbol. No me gustan las cosas proyectadas con planos, presupuestos y diseños arquitectónicos modernos. Prefiero inventar.

Fui encontrando cosas olvidadas que me dieron ideas. Esta es la historia de las cosas que puedes ver:

La tela bajo el árbol. Es un rollo de una cosa que se usa para no sé qué y que no recuerdo para qué ni cuándo se compró, tenía años recargado en un rincón del cuarto de tiliches. Para sostener en el otro extremo, desbaraté el marco de una puerta descompuesta que ya no tenía malla ni carriles y los tramos largos son los postes y, por la división de en medio, puedo sacar las hojas que se acumulan sin caer al piso.  Todo está pegado y unido con mi herramienta favorita, la fantástica pistolita de silicón caliente.

Me gustó la sombra. Barrí muy bien y me senté a imaginar qué más podía hacer.

La banca. Betsy, una vecina bonita se cambió de casa y me preguntó si quería la banca del patio, un macetero de exterior y tres plantas. El fierro de la banquita se oxidó mientras el tiempo, la lluvia y la brisa del mar pasaron sobre ella, ahora, lijada y pintada toma su lugar bajo el árbol; el asiento era uno de lona que el sol de muchos veranos deshiló; ahora está forrada con dos bolsas de lona plástica puestas al revés y como es muy alta, la mitad de sus patas están enterradas.

Las sillas. De cuatro, ganaron el sorteo estas dos. Me las regaló Fabiola, una amiga a la que le gusta la carpintería. Eran los armazones, esqueletos de madera cruda. Las pinté de diferente color cada una y los asientos están cubiertos con la tela de blusas o vestidos que vivieron en la bolsa con etiqueta: “ya no quiero”

La mesa del centro. Una rueda de madera, como decenas de otras más que fueron parte de otro proyecto de ocio. Carretes reciclados que en otro tiempo se convirtieron en bancos, mesas, jardineras y revisteros que ahora tienen otras casas.  Quedó arrumbada una rueda que es la mesa del centro y está forrada con una bolsa de un super, me gustó por los colores y porque dice “amigos y familia”.

Los troncos. Hace muchos años, Celso, un vecino tuvo que cortar un árbol en su casa por problemas con las raíces en el drenaje. Los pedazos de tronco estaban en la calle, me quedé un rato pensando lo que podría hacer con ellos y me traje cinco. Ahí están desde entonces como maceteros.

Las piedras. Son de la playa cerca de casa, también, hace mucho hicimos un paseo para recogerlas. Había chiquitas que pinté como zapatitos o catarinas o cualquier otra ocurrencia. Ahí hay una piedra blanca de sal de Ciudad del Carmen, Campeche.

El tronco solitario.  En 2003 o 2004, en Morelia cortaron árboles infectados de la Avenida Ventura Puente y esa ‘rebanada de sandía’ viajó conmigo de regreso a Tijuana. La conservo porque guarda una plática que tuve con mi muy querida y recordada tía Rosa Martha (qepd)

El ‘macetero’ de la esquina y la mesa lateral, son partes de barricas de vino recicladas. La base de la mesa lateral es un tablero de ajedrez que no juego porque ni sé dónde están las piezas. 

Las plantas. Nunca he sido buena cuidadora de plantas ni jardines, la prueba, este espacio en el que escribo. Otra vecina, también, cambiándose de ciudad, nos ofreció a sus vecinas que escogiéramos las que quisiéramos. Yo pedí las de menos mantenimiento. Todas eran pequeñitas y crecieron en esta tierra debajo del árbol.

Las botellas. Sin saber qué hacer con ellas porque ya no hay lugares de reciclado de vidrio, se me ocurrió enterrarlas y quedaron ahí, a manera de cerca. No cercan nada, solo se ven diferentes.

Los tapetes. Esos sí se compraron, se pueden barrer muy fácil y eran necesarios para no llenar los zapatos de tierra. El tapete redondo. Mi amiga Gaby lo tenía guardado y cuando estrenamos el todavía intento de sala exterior, se le ocurrió que se vería bonito y me lo trajo. Sí, se ve bonito.

Los letreros. Me gustan mucho los letreros de colores con mensajes bonitos. Hice los tres:

El que está colgado en el árbol lo sostiene hilos a manera de “atrapa sueños”. La rueda fue lo primero rojo de los objetos en este lugar, era el armazón algo y los palitos de aluminio que suenan, son parte de un regalito que una linda cuñada –que ya no es mi cuñada y que sigue siendo linda–, me regaló cuando vino de visita hace mil años. Los dos en las piedras están sostenidos con barras de plástico, esos que se usan para sujetar hojas de papel.

Bases para las plantas en las piedras. Tres, son los troncos de aquel árbol que ya les conté. Otra es la canasta de mi bicicleta, nunca la usé porque me desequilibra el manubrio cuando paseo. Ahora es casa de una sábila y los otros dos, son unos soles de fierro que tenían las puertas de un mueble de madera que, Rocío, otra vecina.  Cuando se iba de la ciudad vino a pedirme que le ayudara a aventar el mueble por la terraza del segundo piso hacia la calle para que todo el mueble se rompiera porque ya no lo quería; en lugar de aventarlo, lo trajimos a la casa. Los adornos del mueble, los doblé y ahora son las mesas de esas plantas. Parte de ese mueble, es la cerquita a la entrada que pinté de azul.

Las tablitas de madera que están entre cada uno de los cuadros de cemento que hacen el caminito, son vistas que hace mucho se cayeron de un domo en otro cuarto de la casa.

La pintura. Celso, el del árbol, también se fue de la ciudad; él era más, mucho más ocioso creativo que yo y tenía muchísimas latas de pintura de todos colores, no podía llevarlas en su mudanza, o no quería, el caso es que hicimos viajes de su casa a la mía con todas las latas, brochas y rodillos. Es la pintura que utilicé para la banca y las sillas.

La lámpara. Es un rompecabezas de 300 piezas. Está pegado en una cartulina rosa neón y cosido con hilo; por dentro tiene dos palitos chinos: uno sostiene la extensión del foco y el otro los botones amarrados con hilos y que parece se salen del rompecabezas.

Dijeron que la sana distancia, el cubrebocas, quedarse en casa y estar en espacios abiertos es la mejor fórmula para evitar contagios.

Esta es la “sala distancia” en espacio abierto en donde se puede tomar una copita de vino por la noche, un cafecito dulce a media tarde. Leer y escribir a cualquier hora y recibir la luz del sol con un café bien cargado apenas empiece a amanecer.

Cupo para tres personas a la vez. Sana distancia, sana convivencia, sana amistad en tiempos de sano ocio creativo.

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